Algo más de 4.000 espectadores durante las primeras 2 semanas de exhibición, ha sido hasta ahora el saldo del estreno comercial del último largometraje de Gustavo Fontán.
Esta cifra, elevada para un producto verdaderamente independiente como lo es el cine de Fontán, nos habla de la existencia de un público ávido de propuestas artísticas diferentes que dice presente cuando la ocasión lo amerita.
El árbol se continúa proyectando en los cines Hoyts Abasto, Cinemark Palermo, Gaumont y Tita Merello.
jueves, 15 de febrero de 2007
El árbol, a Tribeca
VIERNES, 22 de diciembre de 2006
"El árbol", el filme argentino elegido para el festival de Tribeca
Buenos Aires. La película argentina “El árbol”, un bellísimo filme de Gustavo Fontán, que invita a reflexionar sobre el paso del tiempo y describe momentos de una pareja que discute sobre la conveniencia o no de cortar un árbol, fue seleccionada para participar del próximo Festival de Cine de Tribeca, Estados Unidos.
La película de Fontán, cuyo estreno en Buenos Aires está previsto para el 1 de febrero de 2007, se verá en la sección Documentales de la sexta edición del prestigioso festival creado por el actor y director Robert De Niro, que se desarrollará en Nueva York entre el 25 de abril y el 6 de mayo próximos.
El árbol” fue exhibida la semana pasada durante la muestra de cine europeo y argentino Pantalla Pinamar y antes había competido en el Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente (Bafici) y participado en el Festival Internacional De Cine de Polonia, entre otros certámenes.
En este documental con recursos ficcionales el director se inspiró en la poesía de Juan L. Ortiz para retratar a sus padres en su casa de la localidad bonaerense de Banfield, donde pasan sus días discutiendo sobre cortar o no una vieja acacia que amenaza con caerse frente a la puerta de su hogar.
Durante un año y medio de rodaje, la cámara de Fontán acompañó a sus familiares en sus rituales cotidianos, en sus diálogos y sus silencios, y extrae de sus actos mínimos la misma delicadeza metafísica que recorre la obra de Ortíz.
“Ésta es esencialmente una película sobre el paso del tiempo. Me parece que toda la película es memoria. Memoria más cercana y memoria más lejana. En la casa de mis padres buscamos imágenes, objetos y sonidos que estaban estrictamente en mi memoria”, indicó el cineasta en diálogo con Télam.
¿Y cómo se planteó filmar esas cosas?.
"Sabíamos que íbamos a mirar lo cotidiano, pero que había que mirarlo de tal manera que pudiera trascender. Nos parecía que sin exhuberancias, ni demasiadas pretensiones, la mirada debía ser poética. Es decir, cargar de belleza lo cotidiano o encontrar la belleza que tiene." (Télam)
martes, 6 de febrero de 2007
El árbol de la vida (Crítica publicada en www.solesdigital.com.ar, el 23-1-07)
Título original: El árbol. Dirección y Guión: Gustavo Fontan. Protagonistas: Julio Fontan y Maria Merlino. Producción: Stella Maris Czerniakiewicz. Dirección de Fotografía y Cámara: Diego Poleri. Dirección de Sonido: Javier Farina. Montaje: Marcos Pastor. Duración: 65 minutos. Argentina, 2006.
Por Magalí Nieva magalin@gmail.com
La nueva película de Gustavo Fontan cuenta la sencilla historia de un matrimonio durante su vejez. Hermosos planos, y el sincretismo de fotogramas que logran narrar más que un intrincado guión.
Este filme es recomendable para quienes gustan del arquetipo del cine independiente y para quienes por suerte desconocen el término. Fontan eligió a sus padres como protagonistas, un dato interesante que no escapa a las reglas de este premiado cine. Actores no profesionales, locaciones reales, tiempos realentados, planos pensados, y un tema sencillo pero universal.
El cine de Fontan muestra las pequeñas cosas importantes de la vida común, y tiene un especial interés por la vejez y las relaciones personales en los barrios que todavía conservan esa tranquilidad que la ciudad destruyó. Así también habla sobre el tiempo y su paso, el curso de la vida, y de cómo una situación puede dar vida y muerte al mismo tiempo.
No sorprende que un cineasta vuelva al tema más elemental del "kine" como lo es el movimiento y la documentación del inmaterial cronos. El "esculpir en el tiempo" no es fácil, pero Fontan lo logra con "El Árbol", ya que consigue que el espectador viaje, se conmueva y también piense, que no es poco para esta época de dragones 3D y televisión refritada.
http://www.solesdigital.com.ar/index.html 23/1/2007
Por Magalí Nieva magalin@gmail.com
La nueva película de Gustavo Fontan cuenta la sencilla historia de un matrimonio durante su vejez. Hermosos planos, y el sincretismo de fotogramas que logran narrar más que un intrincado guión.
Este filme es recomendable para quienes gustan del arquetipo del cine independiente y para quienes por suerte desconocen el término. Fontan eligió a sus padres como protagonistas, un dato interesante que no escapa a las reglas de este premiado cine. Actores no profesionales, locaciones reales, tiempos realentados, planos pensados, y un tema sencillo pero universal.
El cine de Fontan muestra las pequeñas cosas importantes de la vida común, y tiene un especial interés por la vejez y las relaciones personales en los barrios que todavía conservan esa tranquilidad que la ciudad destruyó. Así también habla sobre el tiempo y su paso, el curso de la vida, y de cómo una situación puede dar vida y muerte al mismo tiempo.
No sorprende que un cineasta vuelva al tema más elemental del "kine" como lo es el movimiento y la documentación del inmaterial cronos. El "esculpir en el tiempo" no es fácil, pero Fontan lo logra con "El Árbol", ya que consigue que el espectador viaje, se conmueva y también piense, que no es poco para esta época de dragones 3D y televisión refritada.
http://www.solesdigital.com.ar/index.html 23/1/2007
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Reportaje a Gustavo Fontán (Reporter, 30-1-07)
Filme de Gustavo Fontán "El árbol" indaga sobre la vida y la muerte
Publicado en REPORTER, http://ar.entertainment.yahoo.com/30012007/30/entretenimiento-filme-gustavo-font-n-rbol-indaga-vida-muerte.html
A través de la metáfora de la vida y la muerte de dos acacias, la película de Gustavo Fontán "El árbol" indaga sobre la vida y la muerte de los seres humanos.
Versos del poeta Juan Ortiz preanuncian la trama del filme: "¿Hay entre los árboles una dicha pálida, final, apenas verde, que es un pensamiento ya, pensamiento/fluido de los árboles, luz pensada por estos al anochecer?".
Una pareja mayor, los padres del director (Julio Fontán y María Merlino), son filmados en su propia casa natal del barrio de Banfield, en el Gran Buenos Aires. Discuten sobre la conveniencia de cortar o no la vieja acacia que crece enfrente de la puerta de su hogar.
"Todas las circunstancias de la película son reales. Se parte de dos acacias que están en la puerta de la casa natal; una de ellas parece muerta. Mis padres saben que se está hablando de sus vidas y de la proximidad de la muerte", explicó el realizador.
Sobre la inclusión de sus padres no-actores como protagonistas del filme, Fontán explicó, entre bromista y realista, la decisión: "Son padres muy obedientes y casi no hubo que convencerlos. Les dije que íbamos a rodar una película y que no iba a haber de parte de ellos necesidad de actuar".
El realizador comentó a Reporter que la filmación llevó unos dos años, dado que era de especial interés "la indagación sobre el paso del tiempo".
Fontán también dio detalles sobre la financiación de su filme. "Se logra con el sueldo de uno y algún pequeño aporte como el de mi largo anterior (Donde cae el sol)"... -confió-.
"...La película fue rodada en video; la encerrona vino después en la posproducción. Entonces la apuesta fue que la película fuera invitada a festivales, para poder ir al Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales y solicitar un adelanto del subsidio y, así, poder ampliarla a 35 milímetros y hacer la mezcla de sonido".
Igualmente, para Fontán un presupuesto mínimo no es sinónimo de un filme mínimo. "Cuando se habla de presupuesto chiquito en la realización de una película se ve como un déficit, pero no es un déficit en tanto sea el presupuesto que requiere la película. La pregunta es cómo se hace con bajo presupuesto para generar una estética que no delate el bajo presupuesto. Por esto el cine no debe perder su capacidad de experimentación".
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domingo, 4 de febrero de 2007
"El tiempo que pasa" (Diario Perfil, del 4-2-07)
Por Juan Carlos Fontana
La película de Gustavo Fontán está hecha de pequeños fragmentos de una intimidad compartida, entre dos personajes que pasaron la barrera de los sesenta, y para quienes el tiempo se vuelve lento, profundo e indescifrable.
Los actores son los padres verdaderos del director, y la casa fue la que lo vio nacer. "El árbol" es ficción pura hecha silencios, de una laxitud que dispara hacia zonas infinitas del pensamiento, porque redescubre que en una simple acción cotidiana, puede esconderse parte de una filosofía de vida.
Con elementos del documental, Fontán concretó un film tan íntimo como personal. Su intención es hablar sobre el tiempo y la finitud de las cosas, con fotografía e iluminación.
viernes, 2 de febrero de 2007
Un poema sobre el tiempo y la muerte (Crítica; Diario Página 12, del 2-2-07)
El cuarto largometraje de Gustavo Fontán se mueve entre la vigilia y el sueño.
Por Horacio Bernades
Se diría que es el sueño, y no la realidad, el que rige tonos, tiempos, el modo en que las imágenes de El árbol se escancian e intercalan. Así lo explicita (sin el menor subrayado, dejando que sea el espectador quien lo advierta) una escena en que la protagonista anuncia que se va a dormir, tras lo cual se sucede una breve serie de imágenes cuasi fantasmales, intangibles, desligadas de todo hilo narrativo. Sin embargo, todavía, esas imágenes son lejanamente reales y concretas, como suelen serlo las de los sueños.
Por Horacio Bernades
Se diría que es el sueño, y no la realidad, el que rige tonos, tiempos, el modo en que las imágenes de El árbol se escancian e intercalan. Así lo explicita (sin el menor subrayado, dejando que sea el espectador quien lo advierta) una escena en que la protagonista anuncia que se va a dormir, tras lo cual se sucede una breve serie de imágenes cuasi fantasmales, intangibles, desligadas de todo hilo narrativo. Sin embargo, todavía, esas imágenes son lejanamente reales y concretas, como suelen serlo las de los sueños.
Y eso que, se supone, El árbol sería algo así como un documental, en el que los padres del protagonista discuten si talar o no una vieja acacia, situada al frente de su vieja casa de Banfield. Eso sería todo, y sin embargo es casi nada: lo que parece interesarle a Gustavo Fontán (Buenos Aires, 1960) no es tanto la imagen visible como la latente, esa que se vislumbra entre un plano y otro. Expresión, tal vez, de otras fronteras: la que está entre la vigilia y el sueño, entre lo tangible y lo inaprensible. ¿Entre la vida y la muerte?
Cuarto largometraje de Gustavo Fontán (contando documentales, ensayos experimentales y películas de ficción, films estrenados e inéditos), El árbol es uno de esos diamantes frágiles, luminosos y casi secretos que cada tanto el cine argentino entrega, y de los que películas como Hamaca paraguaya y Porno son muestra reciente. No hay una sola imagen de El árbol que no haya sido tomada de la realidad. Es más: el entorno, la argamasa con la que Fontán trabaja, es fácilmente adscribible a un realismo barrial argentino, con casas viejas, patios, glicinas, la presencia de los vecinos y la cocina como núcleo cotidiano.
Cuarto largometraje de Gustavo Fontán (contando documentales, ensayos experimentales y películas de ficción, films estrenados e inéditos), El árbol es uno de esos diamantes frágiles, luminosos y casi secretos que cada tanto el cine argentino entrega, y de los que películas como Hamaca paraguaya y Porno son muestra reciente. No hay una sola imagen de El árbol que no haya sido tomada de la realidad. Es más: el entorno, la argamasa con la que Fontán trabaja, es fácilmente adscribible a un realismo barrial argentino, con casas viejas, patios, glicinas, la presencia de los vecinos y la cocina como núcleo cotidiano.
Si en su punto más bajo ese realismo pare el costumbrismo (el propio Fontán había quedado atrapado ahí, en su hasta ahora único largo de ficción, Donde cae el sol, de 2002), aquí el realizador hace la operación inversa y lo eleva hasta la abstracción, con un simple procedimiento de mirada. El procedimiento consiste en observar el detalle mínimo antes que el hecho, lo que queda fuera del campo de acción en lugar de lo que ocupa el centro, aquello que suele darse por conocido y sin embargo una mirada distinta puede iluminar como si fuera nuevo.
El método queda claro de entrada, antes de los títulos incluso, cuando se ve a la sesentona María (María Merlino, madre del realizador) realizando el más banal y mecánico de los rituales: colgar ropa en el patio. Al filmarlo en planos-detalles (el broche, la mano que lo engancha, la brisa que acaricia la ropa, las gotas que caen sobre el piso) de pronto, súbita y milagrosamente, ante los ojos del espectador colgar la ropa ha pasado a ser algo distinto. ¿Ha pasado a ser qué? Básicamente, una cadencia casi musical de tempos y de luz, en la que el modo en que el rayo del sol incide sobre el plano y el tiempo en que cada plano se expone y se entrelaza con los que lo siguen y anteceden lo es todo. Suite visual y musical en 65 minutos, no es que El árbol no tenga temas de los que hablar. Muy por el contrario.
En principio está la cuestión de la acacia, que no es una sino dos. Dos acacias contiguas, plantadas frente al hogar de los Fontán, de copas entrelazadas. Dos acacias tan viejas como los dueños de casa, que están en esa edad en la que se mira pasar el tiempo (como sucede sobre todo con él, con Julio), se vive entre recuerdos de muertos queridos (como es el caso de ella, de María) o se proyectan viejas diapositivas sobre la pared (como hacen ambos). María quiere podar la acacia seca. Julio se resiste a hacerlo y riega la corteza carcomida en primavera, como si el tronco no estuviera invadido ya de hormigas y babosas. “Me parece que lo que pasa con tu abuelo es que como plantó el árbol cuando nació tu papá, no quiere tirarlo abajo”, le dice María al nieto, cuyo padre podría ser (o no) el propio realizador.
Si un tema discurre claramente a lo largo de El árbol es el tiempo. Y su primo, la muerte. El tiempo está presente en la piel apergaminada de María y Julio, en el modo lento en que los pies de ella se arrastran por los pasillos, en la manera en que él revisa su museo de anteojos personales y no logra encontrar el que usa, en el canturreo de la voz de ella, cuando recuerda su reiterado sueño de todas las noches o enumera el nombre de los parientes que ya no están. Pero también en el modo en que el agua con la que se baldea el patio se filtra lentamente entre las lajas, desparramándose como si fuera el tiempo mismo. ¿Puede llegar a ser profundamente sobrecogedora la simple imagen del agua discurriendo en todas las direcciones, como sucede aquí? ¿Por qué, en tal caso? Difícil precisarlo, pero daría la sensación de que la delicada manera en que Diego Poleri persigue el sol y sus reflejos, los sonidos captados por Javier Farina y los planos que Marcos Pastor funde y encadena como acordes tienen todo que ver con ello.
El árbol se abre con una muy pertinente cita del poeta entrerriano Juan L. Ortiz, sobre el que el realizador prepara un próximo trabajo. Del mismo modo, ha filmado ya documentales sobre los poetas Jorge Calvetti y Jacobo Fijman, sobre Marechal y Macedonio.
El método queda claro de entrada, antes de los títulos incluso, cuando se ve a la sesentona María (María Merlino, madre del realizador) realizando el más banal y mecánico de los rituales: colgar ropa en el patio. Al filmarlo en planos-detalles (el broche, la mano que lo engancha, la brisa que acaricia la ropa, las gotas que caen sobre el piso) de pronto, súbita y milagrosamente, ante los ojos del espectador colgar la ropa ha pasado a ser algo distinto. ¿Ha pasado a ser qué? Básicamente, una cadencia casi musical de tempos y de luz, en la que el modo en que el rayo del sol incide sobre el plano y el tiempo en que cada plano se expone y se entrelaza con los que lo siguen y anteceden lo es todo. Suite visual y musical en 65 minutos, no es que El árbol no tenga temas de los que hablar. Muy por el contrario.
En principio está la cuestión de la acacia, que no es una sino dos. Dos acacias contiguas, plantadas frente al hogar de los Fontán, de copas entrelazadas. Dos acacias tan viejas como los dueños de casa, que están en esa edad en la que se mira pasar el tiempo (como sucede sobre todo con él, con Julio), se vive entre recuerdos de muertos queridos (como es el caso de ella, de María) o se proyectan viejas diapositivas sobre la pared (como hacen ambos). María quiere podar la acacia seca. Julio se resiste a hacerlo y riega la corteza carcomida en primavera, como si el tronco no estuviera invadido ya de hormigas y babosas. “Me parece que lo que pasa con tu abuelo es que como plantó el árbol cuando nació tu papá, no quiere tirarlo abajo”, le dice María al nieto, cuyo padre podría ser (o no) el propio realizador.
Si un tema discurre claramente a lo largo de El árbol es el tiempo. Y su primo, la muerte. El tiempo está presente en la piel apergaminada de María y Julio, en el modo lento en que los pies de ella se arrastran por los pasillos, en la manera en que él revisa su museo de anteojos personales y no logra encontrar el que usa, en el canturreo de la voz de ella, cuando recuerda su reiterado sueño de todas las noches o enumera el nombre de los parientes que ya no están. Pero también en el modo en que el agua con la que se baldea el patio se filtra lentamente entre las lajas, desparramándose como si fuera el tiempo mismo. ¿Puede llegar a ser profundamente sobrecogedora la simple imagen del agua discurriendo en todas las direcciones, como sucede aquí? ¿Por qué, en tal caso? Difícil precisarlo, pero daría la sensación de que la delicada manera en que Diego Poleri persigue el sol y sus reflejos, los sonidos captados por Javier Farina y los planos que Marcos Pastor funde y encadena como acordes tienen todo que ver con ello.
El árbol se abre con una muy pertinente cita del poeta entrerriano Juan L. Ortiz, sobre el que el realizador prepara un próximo trabajo. Del mismo modo, ha filmado ya documentales sobre los poetas Jorge Calvetti y Jacobo Fijman, sobre Marechal y Macedonio.
Es posible que El árbol –que se exhibe en cuatro salas porteñas, en impecables copias de 35 mm– no necesite hablar de poesía, simple y definitivamente porque lo es.
Puntaje: 9
Argentina, 2006.
Dirección y guión: Gustavo Fontán.
Fotografía: Diego Poleri.
Intérpretes: Julio Fontán y María Merlino.
Puntaje: 9
Argentina, 2006.
Dirección y guión: Gustavo Fontán.
Fotografía: Diego Poleri.
Intérpretes: Julio Fontán y María Merlino.
"El árbol" (Crítica; Diario La Nación, 1-2-07)
El árbol (Argentina/2006). Guión y dirección: Gustavo Fontán. Fotografía y cámara: Diego Poleri. Montaje: Marcos Pastor. Sonido: Javier Farina. Con Julio Fontán y María Merlino. Presentada por Primer Plano. Hablada en español. Duración: 65 minutos. Calificación: para todo público.
Por Claudio Minghetti
Entre críticos de cine y escritores existen dudas lógicas acerca de la posibilidad de adaptar literatura sin traicionar su esencia que es, precisamente, literaria. En esas largas y, por lo general, improductivas discusiones queda en claro que es infrecuente descubrir adaptaciones fieles a la narrativa literaria, menos todavía es probable que la poesía pueda ser trasladada del papel a la pantalla sin perder todo su encanto.
Pero ¿qué pasa si por lo contrario es el cineasta el que se propone apostar fuerte a un lenguaje cinematográfico poético? Parece imposible que una pintura, o la obra de un pintor, puedan ser llevadas al cine. Sin embargo, Víctor Erice logró hacer cine de acuerdo a las obras de Antonio López, al deslumbrar con la precisión con que en El sol del membrillo trasmite las obsesiones del artista hasta las últimas consecuencias. En El árbol , Gustavo Fontán no adapta obra literaria, poesía o pintura alguna, sin embargo consigue reflejar, como en un poema o una pintura, la poesía que el tiempo, de manera inexorable, imprime a los rostros y a los cuerpos, en este caso los de sus padres, igual que a los árboles.
La obra de Fontán tiene un registro que podría definirse como documental pero, a la vez, queda en claro que es una representación de la realidad en la que sus padres, María y Julio intercambian posturas opuestas frente al destino de un par de acacias plantadas en la vereda de su casa, en Banfield. Uno de esos árboles, según la conclusión de la mujer, está seco, no tiene futuro; y puede ser peligroso para los que caminan por allí. Para su esposo, que lo plantó cuando nació uno de sus hijos, ese mismo árbol tiene todavía esperanzas de seguir vivo.
Trabajo obsesivo
"¿Hay entre los árboles una dicha pálida,/final, apenas verde, que es un pensamiento/ya, pensamiento fluido de los árboles,/luz pensada por estos en el anochecer?" dice un poema de Juan L. Ortiz (de El alba sube , 1937), con el que Fontán abre su relato, el que cumple la función de abrir camino a su propia metáfora acerca del paso del tiempo en esos seres queridos y aquel árbol, los mismos que lo acompañaron en su niñez y juventud.
Fontán recurre al esquema de Erice en El sol del membrillo al tomar apuntes acerca del discurrir del tiempo. Mientras el cineasta español siguió cuerpo a cuerpo a López mientras tomaba como modelo a un membrillo del jardín de su casa tal como era iluminado en un momento preciso, trabajo que se convirtió para uno y otro en una obsesión, el argentino sigue a sus padres y esos árboles, de acuerdo con las diferentes luces y colores de las cuatro estaciones, en un rodaje que duró dos años: los acaricia con su mirada.
La obra de Fontán tiene un registro que podría definirse como documental pero, a la vez, queda en claro que es una representación de la realidad en la que sus padres, María y Julio intercambian posturas opuestas frente al destino de un par de acacias plantadas en la vereda de su casa, en Banfield. Uno de esos árboles, según la conclusión de la mujer, está seco, no tiene futuro; y puede ser peligroso para los que caminan por allí. Para su esposo, que lo plantó cuando nació uno de sus hijos, ese mismo árbol tiene todavía esperanzas de seguir vivo.
Trabajo obsesivo
"¿Hay entre los árboles una dicha pálida,/final, apenas verde, que es un pensamiento/ya, pensamiento fluido de los árboles,/luz pensada por estos en el anochecer?" dice un poema de Juan L. Ortiz (de El alba sube , 1937), con el que Fontán abre su relato, el que cumple la función de abrir camino a su propia metáfora acerca del paso del tiempo en esos seres queridos y aquel árbol, los mismos que lo acompañaron en su niñez y juventud.
Fontán recurre al esquema de Erice en El sol del membrillo al tomar apuntes acerca del discurrir del tiempo. Mientras el cineasta español siguió cuerpo a cuerpo a López mientras tomaba como modelo a un membrillo del jardín de su casa tal como era iluminado en un momento preciso, trabajo que se convirtió para uno y otro en una obsesión, el argentino sigue a sus padres y esos árboles, de acuerdo con las diferentes luces y colores de las cuatro estaciones, en un rodaje que duró dos años: los acaricia con su mirada.
Es en ese punto en el que tiene protagonismo la sorprendente fotografía de Diego Poleri que consiguió tanto en la primer copia digital (vista en el Bafici) como en la actual fílmica (que demoró más de seis meses en terminar), un singular registro de los verdes vegetales, de los claroscuros y del juego expresivo de las luces sobre los rostros. También tiene papel protagónico la banda de sonido, sus ruidos apenas perceptibles, las voces, el agua que fluye de diferentes formas, responsabilidad de Javier Farina.
En El árbol no hay palabras de más ni de menos, tampoco imágenes que no cumplan un papel dentro de un todo que se va completando y ajustando minuto a minuto, y cada reflexión tiene que ver con la excusa elegida por el director para hablar del paso del tiempo, un tema que le preocupa, como a todos, incluso más que la muerte.
Fuente: diario "La Nación"
Más información: www.lanación.com.ar
En El árbol no hay palabras de más ni de menos, tampoco imágenes que no cumplan un papel dentro de un todo que se va completando y ajustando minuto a minuto, y cada reflexión tiene que ver con la excusa elegida por el director para hablar del paso del tiempo, un tema que le preocupa, como a todos, incluso más que la muerte.
Fuente: diario "La Nación"
Más información: www.lanación.com.ar
El detalle es algo inmenso (Suplemento "Ñ", 27-1-07)
En esta entrada se reproduce la crítica de Raquel Garzón, publicada en el Suplemento "Ñ", del Diario Clarín, del ppdo. 27-1-07. Amplíe la imagen cliqueando sobre ella para una mejor lectura.
Últimas imágenes del ocaso (Diario Clarín - 1-2-07)
"El árbol", de Gustavo Fontán, logra transmitir el inexorable discurrir del tiempo con un bello lenguaje poético.
No hay, en El árbol, un solo plano que no transmita la dolorosa belleza de lo efímero. Tampoco que nos resguarde de ella. Esta película de Gustavo Fontán, cargada de melancolía crepuscular, captura, a través de detalles cotidianos, el irremediable devenir del tiempo. Sin manierismos ni metáforas "trascendentales", en una aproximación serena, intensa, minuciosa, artesanal: a veces angustiante, siempre poética. El ocaso de la vida, sí, pero sin tragedia: conmovedor y natural como un lento atardecer de verano.
Mary y Julio, los padres de Fontán, viven —han vivido sus largas vidas— en un casona centenaria de Banfield. En la puerta, se entrelazan dos acacias plantadas por Julio décadas antes. Una de ellas languidece en un estado indefinido entre la vida y la muerte. Aunque sus ramas, secas, se sostienen en la copa de la otra y le dan a Julio la esperanza de que pueden rebrotar. Mary tiene una perspectiva distinta: dice que el árbol está muerto, que hay que talarlo. Su marido, que pasa todo el filme reparando objetos, hace preparados y los derrama sobre la raíz agonizante. Su mano acaricia la corteza del tronco erosionado: tierna obstinación que Fontán (hijo) logra transmitir en un mero plano.
El tiempo pasa también para la pareja, aunque la rutina instale una falsa sensación de eternidad. La casa empieza a poblarse de fantasmas. El pasado regresa en un sueño de Mary, en una diapositiva que la pareja proyecta en una pared, en el rumor de voces de una lejana reunión familiar. Julio no encuentra sus anteojos y se prueba otros de una caja antigua; el mundo se vuelve súbitamente borroso, descalibrado. Hasta los muertos queridos van perdiendo sus contornos. Pero persisten, persistirán, inolvidables.
Los sonidos y silencios de la casa se articulan fluidamente —en lírica asincronía— con planos detalle de objetos. El obsesivo tic tac de un reloj de pared, la mecánica melodía de una cajita musical, los truenos sacudiendo vidrios, la lluvia picoteándolos, el crepitar de maderas: elementos sonoros que alcanzan para transmitir nostalgias y presagios. El árbol no tiene canciones, pero su lenguaje es profundamente musical, como el de una buena poesía.
La película, de bajo presupuesto y absoluta independencia autoral, muestra un rigor técnico y estético infrecuente en cada uno de sus rubros. Mezclando elementos documentales y ficcionales, Fontán prescinde del relato convencional y procura (logra) generar sensaciones que se completan en la mente del espectador. En las imágenes fragmentadas, a veces veladas, cercanas y fantasmagóricas, las partes sugieren un todo: pinceladas de artista. La paleta del realizador trabaja con los tonos y las luces de las cuatro estaciones del año. Al final, uno siente, físicamente, la dolorosa hermosura del ocaso.
Miguel Frías
mfrias@clarin.com
mfrias@clarin.com
No hay, en El árbol, un solo plano que no transmita la dolorosa belleza de lo efímero. Tampoco que nos resguarde de ella. Esta película de Gustavo Fontán, cargada de melancolía crepuscular, captura, a través de detalles cotidianos, el irremediable devenir del tiempo. Sin manierismos ni metáforas "trascendentales", en una aproximación serena, intensa, minuciosa, artesanal: a veces angustiante, siempre poética. El ocaso de la vida, sí, pero sin tragedia: conmovedor y natural como un lento atardecer de verano.
Mary y Julio, los padres de Fontán, viven —han vivido sus largas vidas— en un casona centenaria de Banfield. En la puerta, se entrelazan dos acacias plantadas por Julio décadas antes. Una de ellas languidece en un estado indefinido entre la vida y la muerte. Aunque sus ramas, secas, se sostienen en la copa de la otra y le dan a Julio la esperanza de que pueden rebrotar. Mary tiene una perspectiva distinta: dice que el árbol está muerto, que hay que talarlo. Su marido, que pasa todo el filme reparando objetos, hace preparados y los derrama sobre la raíz agonizante. Su mano acaricia la corteza del tronco erosionado: tierna obstinación que Fontán (hijo) logra transmitir en un mero plano.
El tiempo pasa también para la pareja, aunque la rutina instale una falsa sensación de eternidad. La casa empieza a poblarse de fantasmas. El pasado regresa en un sueño de Mary, en una diapositiva que la pareja proyecta en una pared, en el rumor de voces de una lejana reunión familiar. Julio no encuentra sus anteojos y se prueba otros de una caja antigua; el mundo se vuelve súbitamente borroso, descalibrado. Hasta los muertos queridos van perdiendo sus contornos. Pero persisten, persistirán, inolvidables.
Los sonidos y silencios de la casa se articulan fluidamente —en lírica asincronía— con planos detalle de objetos. El obsesivo tic tac de un reloj de pared, la mecánica melodía de una cajita musical, los truenos sacudiendo vidrios, la lluvia picoteándolos, el crepitar de maderas: elementos sonoros que alcanzan para transmitir nostalgias y presagios. El árbol no tiene canciones, pero su lenguaje es profundamente musical, como el de una buena poesía.
La película, de bajo presupuesto y absoluta independencia autoral, muestra un rigor técnico y estético infrecuente en cada uno de sus rubros. Mezclando elementos documentales y ficcionales, Fontán prescinde del relato convencional y procura (logra) generar sensaciones que se completan en la mente del espectador. En las imágenes fragmentadas, a veces veladas, cercanas y fantasmagóricas, las partes sugieren un todo: pinceladas de artista. La paleta del realizador trabaja con los tonos y las luces de las cuatro estaciones del año. Al final, uno siente, físicamente, la dolorosa hermosura del ocaso.
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