viernes, 2 de febrero de 2007

Últimas imágenes del ocaso (Diario Clarín - 1-2-07)

"El árbol", de Gustavo Fontán, logra transmitir el inexorable discurrir del tiempo con un bello lenguaje poético.

Miguel Frías
mfrias@clarin.com

No hay, en El árbol, un solo plano que no transmita la dolorosa belleza de lo efímero. Tampoco que nos resguarde de ella. Esta película de Gustavo Fontán, cargada de melancolía crepuscular, captura, a través de detalles cotidianos, el irremediable devenir del tiempo. Sin manierismos ni metáforas "trascendentales", en una aproximación serena, intensa, minuciosa, artesanal: a veces angustiante, siempre poética. El ocaso de la vida, sí, pero sin tragedia: conmovedor y natural como un lento atardecer de verano.

Mary y Julio, los padres de Fontán, viven —han vivido sus largas vidas— en un casona centenaria de Banfield. En la puerta, se entrelazan dos acacias plantadas por Julio décadas antes. Una de ellas languidece en un estado indefinido entre la vida y la muerte. Aunque sus ramas, secas, se sostienen en la copa de la otra y le dan a Julio la esperanza de que pueden rebrotar. Mary tiene una perspectiva distinta: dice que el árbol está muerto, que hay que talarlo. Su marido, que pasa todo el filme reparando objetos, hace preparados y los derrama sobre la raíz agonizante. Su mano acaricia la corteza del tronco erosionado: tierna obstinación que Fontán (hijo) logra transmitir en un mero plano.

El tiempo pasa también para la pareja, aunque la rutina instale una falsa sensación de eternidad. La casa empieza a poblarse de fantasmas. El pasado regresa en un sueño de Mary, en una diapositiva que la pareja proyecta en una pared, en el rumor de voces de una lejana reunión familiar. Julio no encuentra sus anteojos y se prueba otros de una caja antigua; el mundo se vuelve súbitamente borroso, descalibrado. Hasta los muertos queridos van perdiendo sus contornos. Pero persisten, persistirán, inolvidables.

Los sonidos y silencios de la casa se articulan fluidamente —en lírica asincronía— con planos detalle de objetos. El obsesivo tic tac de un reloj de pared, la mecánica melodía de una cajita musical, los truenos sacudiendo vidrios, la lluvia picoteándolos, el crepitar de maderas: elementos sonoros que alcanzan para transmitir nostalgias y presagios. El árbol no tiene canciones, pero su lenguaje es profundamente musical, como el de una buena poesía.

La película, de bajo presupuesto y absoluta independencia autoral, muestra un rigor técnico y estético infrecuente en cada uno de sus rubros. Mezclando elementos documentales y ficcionales, Fontán prescinde del relato convencional y procura (logra) generar sensaciones que se completan en la mente del espectador. En las imágenes fragmentadas, a veces veladas, cercanas y fantasmagóricas, las partes sugieren un todo: pinceladas de artista. La paleta del realizador trabaja con los tonos y las luces de las cuatro estaciones del año. Al final, uno siente, físicamente, la dolorosa hermosura del ocaso.

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